Por Alberto Benza González
En el umbral de la memoria, bajo el cielo estrellado de la infancia, se alza la figura de un hombre. Mi padre, ancla firme en mi vida, con su temple de roble y su mirada que acaricia el horizonte. Fue faro en mis días tempestuosos, brújula en los caminos sin sendero.
Padre, en tus manos se forjaron mis sueños y anhelos. Tu voz, pausada y sabia, guió mis pasos por el camino de la rectitud. Con paciencia infinita, me enseñaste a caminar, a levantarme cuando la vida embistió con fuerza. En tu abrazo, encontré consuelo y fortaleza.
Pero hoy, en el reflejo del espejo, descubro la sombra del padre que soy. Con el corazón en las manos, protejo y guío a mis propios hijos. Me hago eco de tus enseñanzas, transmito tus valores con amor y devoción. Aprendí de ti que ser padre es un privilegio y una responsabilidad sagrada.
Y en este tributo de palabras, no puedo olvidar a aquellos que no tienen un padre a su lado. A los que enfrentan la ausencia, la herida abierta de la figura paterna. A ellos les dedico un abrazo en silencio, una mano extendida, mi presencia dispuesta a escuchar. Pues la paternidad trasciende la sangre, se erige en la voluntad de ser guía y apoyo para aquellos que necesitan un faro en la tormenta.
Así, en el legado de mi padre y en el compromiso de ser padre, honro la fuerza y el amor que habita en cada padre, en cada figura paterna que se levanta con valentía y entrega. Que nuestras huellas sean guías en el camino de aquellos que necesitan un padre, una mano firme que les enseñe a volar.
Padre, al padre que soy y a los que no tienen padre, levanto mi voz en gratitud y humildad. Que el eco de nuestras acciones resuene en el corazón de aquellos a quienes llamamos hijos.